No le voy a quitar importancia. La
irrupción institucional de VOX supone una afrenta a lo que llevamos décadas
empujando: un régimen progresivo de libertades, igualdad y democracia. No es
buena noticia ni para conservadores ni para liberales ni para la izquierda; en
la política de la ira solo medran los airados.
Pero antes de ponerme a seguir a todos y
todas las nuevas "pasionarias" que, encabezadas por Susana Díaz, nos llaman a
la resistencia, permítanme que reflexione sobre donde estamos, con el único
objeto de resistir mejor, como me pide la lideresa de la victoriosa izquierda.
Empezaré diciendo que un doce por ciento
de diputados y diputadas de ultraderecha siempre ha habido en las
instituciones; solo el modelo de disciplina parlamentaria español ha permitido
su silencio.
Que no se hubiera expresado
electoralmente tiene que ver, también, con que el gobierno que regulaba la
llegada de la crisis (el de la "champions" de la economía) era socialista y la
derecha aparecía como la única alternativa posible. También, porque la crisis
catalana y la agenda judicial le dieron un temporal respiro a Rajoy.
La historia de las crisis financieras,
distintas a las económicas porque deterioran los activos de las clases medias e
impiden el progreso de sus vástagos por una generación, muestra que la extrema
derecha siempre aparece, aunque se debilita progresivamente, y lo hace en mayor
medida que la extrema izquierda, aunque su mensaje contamina la escena política
por tiempo.
Lo nuevo en la política española es el
valor de la ultraderecha como moneda de gobierno y, especialmente, que su
discurso - basado en puras mentiras- encuentre hoy eco político.
Las anomalías no están en Vox sino en lo
que lo ha traído. Era anómalo un gobierno de treinta y seis años sin la higiene
de la alternancia. Era anómalo que la cuestión catalana, que desde hace dos
siglos es un juego para liberales y progresistas de Madrid pero irritante fuera
de la capital, no pasara factura política. Era anómalo que la inhabilitante corrupción no derrotara al PP.
Era anómalo que habiendo dado por bueno
el frentismo, asumido la ira como política y aceptado que había terminado la
era de los consensos, porque el cielo se toma por asalto como dijo Marx, no
sufrieran las políticas constitucionales y no retornará la más vieja de la ira
política.
No es nuevo que la izquierda se ausente a golpe de griterío, ruido
y conflicto, sin posibilidad de mediaciones, consensos, dando carpetazo a todo
lo que alguna vez fue solido, pergeñando alianzas que hieren a la mayoría,
amarrando el poder como toda estrategia y, sobre todo, aparcando cualquier
agenda social.
Y cuando esto ocurre, súbitamente, la realidad nos abofetea y lo hace
donde más duele: en el discurso que nos permite soñar con nuestras libertades.
Nos hace saber que no debiéramos dar por hecho los valores democráticos y
ponernos a jugar a cambios que solo nos enfeudan en la ira.
La respuesta no es poner candidatos que
parezcan de Vox, ni inventar cinturones sanitarios ni hacer pintadas en casas
que luego son quemadas. La respuesta difícilmente será asaltar actos públicos
de los ultras y jugar a ver quién es más violento.
La respuesta no está en la ira: el
modelo de acuerdo sueco - socialdemócratas y centristas- para evitar la
presencia ultra en el gobierno ha sido volado por populistas y excomunistas,
que, imagino, no pueden tolerar acuerdos que no sean con ellos mismos.
Mientras buscamos fascistas y
resistimos, mientras ensayamos el "no pasarán" para acompañar a Susana Díaz,
quizá conviniera reconstruir, en primer lugar, las bases de izquierda que
hicieron posible el estado del bienestar, incluyendo pactos sociales y de clase
bastante notables.
Quizá conviniera reestudiar la necesidad
de reglas convenidas y consensuadas y ofrecer estabilidad. Quizá conviniera
levantar la voz cada vez que alguien anima el conflicto en lugar de la
negociación.
Quizá no debiéramos permitir que se
blanqueen mentiras sobre las que crece la podredumbre ultra y hacerlo con rigor
político y social.
Mientras buscamos fascistas quizá
convenga darles donde más les duele: evitando la cultura de la derrota total del
adversario que se esconde detrás de cada debate.