El aplauso

11.11.2024

Pedro Sánchez pide un aplauso. Porque "todos somos estado" – ahora ya no es solo él, y él pone pasta y todos los servidores públicos lo hacen fetén en la catástrofe valenciana-, tenemos que buscar un balcón para volver a aplaudir.

Yo acuso

05.11.2024

Sostiene Luis Blanco, excelente amigo, mejor politólogo y brillante contertulio, por ese orden, las cosas son importantes, que no debo usar la expresión "estado fallido". Al parecer, según su siempre atinado criterio, esto es populismo, cosa que yo detesto.

No le voy a quitar importancia. La irrupción institucional de VOX supone una afrenta a lo que llevamos décadas empujando: un régimen progresivo de libertades, igualdad y democracia. No es buena noticia ni para conservadores ni para liberales ni para la izquierda; en la política de la ira solo medran los airados.

Pero antes de ponerme a seguir a todos y todas las nuevas "pasionarias" que, encabezadas por Susana Díaz, nos llaman a la resistencia, permítanme que reflexione sobre donde estamos, con el único objeto de resistir mejor, como me pide la lideresa de la victoriosa izquierda.

Empezaré diciendo que un doce por ciento de diputados y diputadas de ultraderecha siempre ha habido en las instituciones; solo el modelo de disciplina parlamentaria español ha permitido su silencio.

Que no se hubiera expresado electoralmente tiene que ver, también, con que el gobierno que regulaba la llegada de la crisis (el de la "champions" de la economía) era socialista y la derecha aparecía como la única alternativa posible. También, porque la crisis catalana y la agenda judicial le dieron un temporal respiro a Rajoy.

La historia de las crisis financieras, distintas a las económicas porque deterioran los activos de las clases medias e impiden el progreso de sus vástagos por una generación, muestra que la extrema derecha siempre aparece, aunque se debilita progresivamente, y lo hace en mayor medida que la extrema izquierda, aunque su mensaje contamina la escena política por tiempo.

Lo nuevo en la política española es el valor de la ultraderecha como moneda de gobierno y, especialmente, que su discurso - basado en puras mentiras- encuentre hoy eco político.

Las anomalías no están en Vox sino en lo que lo ha traído. Era anómalo un gobierno de treinta y seis años sin la higiene de la alternancia. Era anómalo que la cuestión catalana, que desde hace dos siglos es un juego para liberales y progresistas de Madrid pero irritante fuera de la capital, no pasara factura política. Era anómalo que la inhabilitante corrupción no derrotara al PP.

Era anómalo que habiendo dado por bueno el frentismo, asumido la ira como política y aceptado que había terminado la era de los consensos, porque el cielo se toma por asalto como dijo Marx, no sufrieran las políticas constitucionales y no retornará la más vieja de la ira política.

No es nuevo que la izquierda se ausente a golpe de griterío, ruido y conflicto, sin posibilidad de mediaciones, consensos, dando carpetazo a todo lo que alguna vez fue solido, pergeñando alianzas que hieren a la mayoría, amarrando el poder como toda estrategia y, sobre todo, aparcando cualquier agenda social.

Y cuando esto ocurre, súbitamente, la realidad nos abofetea y lo hace donde más duele: en el discurso que nos permite soñar con nuestras libertades. Nos hace saber que no debiéramos dar por hecho los valores democráticos y ponernos a jugar a cambios que solo nos enfeudan en la ira.

La respuesta no es poner candidatos que parezcan de Vox, ni inventar cinturones sanitarios ni hacer pintadas en casas que luego son quemadas. La respuesta difícilmente será asaltar actos públicos de los ultras y jugar a ver quién es más violento.

La respuesta no está en la ira: el modelo de acuerdo sueco - socialdemócratas y centristas- para evitar la presencia ultra en el gobierno ha sido volado por populistas y excomunistas, que, imagino, no pueden tolerar acuerdos que no sean con ellos mismos.

Mientras buscamos fascistas y resistimos, mientras ensayamos el "no pasarán" para acompañar a Susana Díaz, quizá conviniera reconstruir, en primer lugar, las bases de izquierda que hicieron posible el estado del bienestar, incluyendo pactos sociales y de clase bastante notables.

Quizá conviniera reestudiar la necesidad de reglas convenidas y consensuadas y ofrecer estabilidad. Quizá conviniera levantar la voz cada vez que alguien anima el conflicto en lugar de la negociación.

Quizá no debiéramos permitir que se blanqueen mentiras sobre las que crece la podredumbre ultra y hacerlo con rigor político y social.

Mientras buscamos fascistas quizá convenga darles donde más les duele: evitando la cultura de la derrota total del adversario que se esconde detrás de cada debate.

 

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