España, más vieja que vacía

16.12.2019

"Esse est percipi" (ser es ser percibido). Quién le iba a decir al filósofo que no era la mente sino la visibilidad lo importante. Viene esto a cuento de que muchos y muchas de ustedes se han enterado de que existe Teruel, como se enteraron de que había finlandeses verdaderos: cuando han llegado a las instituciones a pedir un trozo de nuestros impuestos. Los que estudian la relación entre elecciones y gasto público se frotan las manos con la investidura que nos viene.

La llegada de Teruel parece una especie de victoria de la España más desconocida, pero en realidad, y convendría no engañarse para no errar en las políticas, el problema de España no es que esté vacía: es que está vieja.

El caso es que, ahora, la llamamos vacía o vaciada. Con origen en el título de un libro de Sergio del Molino que, en realidad era un libro de viajes, lo de España vacía era poco clara. Pasó a ser peor cuando, a través de una pancarta algo populista, se convirtió en vaciada. La diferencia entre vacía y vaciada es que la segunda respondería, según los que la utilizan, a una deliberada voluntad política y social de las voluntades urbanizadoras. 

Sin embargo, la despoblación severa fue la de los años sesenta. La España rural tomada en su conjunto tiene hoy más población que hace veinticinco años. Claro que contar estas cifras no es dramático y no vende noticias ni alimenta pancartas.

Sí han pasado dos cosas: la España rural ha perdido a los inmigrantes extranjeros como fuente de revitalización demográfica y crecimiento, porque la inmigración produce crecimiento, que cosas. También, que la tasa de reposición de la población parece agravarse, especialmente en el cuadrante noroeste de la península.

A veces los economistas dan datos útiles. Probablemente, en estos tiempos de populismos donde los investigadores forman parte de las élites, nadie permitirá que la verdad estadística le estropee una buena pancarta.

Dos investigadores de la Universidad de Zaragoza, para quien prefiera los números antes que torturarlos hasta que confiesen lo que uno quiere, Fernando Collantes y Vicente Pinilla han publicado ¿Lugares que no importan? La despoblación de la España rural desde 1900 hasta el presente.

Uno de sus autores es hijo de uno de mis primeros profesores y, desde luego, el primero que confió en mí, llevándome, arriesgado el hombre, a su bufete. Lo que quiere decir que el muchacho es tan avispado como prometía y que este articulista envejece inexorablemente, cosa que molestar, molesta.

Yendo a lo que importa, el problema del medio rural, insisten los autores, no son los problemas de los agricultores y ganaderos por mucho que políticos, ministros en funciones y programas electorales recurran siempre a la cosa agraria. El desarrollo rural depende en gran medida de que las economías locales se orienten hacia otros sectores.

A juzgar por lo que nos cuentan los mítines parlamentarios, los medios y las pancartas, en Europa sí que saben. Pues en realidad, tampoco: ningún país europeo ha puesto en práctica políticas rurales capaces de frenar sustancialmente el problema de la despoblación ni el envejecimiento.

La ensimismada Europa tenía delante de sí tres retos: la digitalización, y todas las grandes empresas son americanas o chinas; el cambio climático, y vamos como vamos, y la población: con escasas excepciones, aún andamos con la tontería de la identidad europea. Por todas partes,  España no es distinta, las tendencias demográficas no son fruto de conspiraciones sino un fenómeno social y político.

El problema, como decía el INE la semana pasada, es que envejecemos: nace menos gente de la que muere, hay menos mujeres en edad fértil y tienen menos hijos que nunca. Cosa que, por cierto, esta pasando en toda Europa, incluidos los famosos nórdicos que ayudaban mucho a los hijos e hijas nacidos.

La cuestión es que la inestabilidad, la temporalidad, la creciente insuficiencia e inseguridad de los perfiles laborales adquiridos, las dificultades de las mujeres para la conciliación tienen que ver con el fondo del asunto. Como consecuencia, cambiar esta experiencia, ni es rápido, ni tiene que ver con la agricultura o ganadería, por mucho que nos empeñemos.

Son acciones de mercado laboral, empresarial o residencial lo que necesitamos. La inversión puede ser de las que salen en las teles, la de jóvenes emprendedores o emprendedoras o aparentemente chungas, de esas multinacionales, malvado capitalismo de rapiña, que se instalan en medio de la nada estorbando, ladrones, las casas rurales en las que vivimos dos días al año.

Vista la experiencia, nos confirman los citados investigadores, el problema es la falta de calidad en el diseño e implantación de las políticas aplicadas, fondos europeos incluidos que, precisamente, solo se han orientado a los grandes agentes agrarios que acumulan subvenciones, sin que estas se diseminen hacia los servicios o las iniciativas de exportación.

En fin, como en toda Europa, España tiene un problema de envejecimiento y de falta de población. El estado de bienestar, es decir, nuestro bienestar a largo plazo, necesita gente. 

Necesitamos más gente, incluidos los de fuera. Sí; esos y esas nos hacen crecer. Las comunidades cuya población mejora, especialmente Madrid, aunque moleste al matrimonio guardián de las esencias, lo hacen ayudadas por las migraciones y por las mujeres migrantes: aportan el 21,5% de los nacimientos, un 1,4% más que hace un año. 

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