El disparo
La víctima, tras escuchar el chasquido, sintió que perdía un pedacito de su oreja, esa pequeña libra de carne que Shylock siempre pide. La victima tuvo tiempo de levantar su puño y mostrar su maléfica sonrisa a su gente, mientras sangraba levemente. Nunca sabremos si el fallido asesino, cuando silbaba la bala que acabaría con su osadía y su vida, supo que su intento había fallado.
La violencia ha ocupado un lugar primordial en la política. Son muchos los que marcan objetivos y siempre hay un imbécil dispuesto a disparar a la diana. El chaval que atentó contra Trump es un republicano de los suyos, nacido en la américa violenta, al menos como tal inscrito, y, con seguridad, un americano armado hasta los dientes, mentalmente destrozado por el acoso escolar. La historia nos lo explicará.
Lo que no podrá contarnos es como la violencia ha quedado legitimada como un hecho natural en una sociedad moderna. La política destrozó décadas de esfuerzos civilizatorios, cuando después de todo tipo de violencias parecía que habíamos alcanzado una forma de convivencia que permitía que los conflictos se desarrollaran en modo pacífico.
Dicen los analistas políticos norteamericanos que hay ambiente de guerra civil en los Estados Unidos. Qué haríamos los cronistas sin los analistas norteamericanos, siempre dispuestos a anunciar un apocalipsis, el fin de la democracia y cosas de esas. No lo creo probable: por mucho loco con arsenal que haya, irse a una guerra es muy incómodo, escasea la cerveza, se suspenden los partidos de la NBA y cosas de esas.
Scott Fitzgerald anunció el peligro, no obstante: "Mostradme un héroe y te escribiré una tragedia". Ese es el problema de los populismos de toda naturaleza: nos han sumergido en un mundo de héroes, polarizaciones y enemigos.
Estados Unidos es una sociedad profundamente dividida porque desde el mundo "woke" a los derrotados por la globalización, desde los urbanitas con acceso a la modernidad al profundo vaciado de la vieja industria, desde el político al ciudadano de a pie, se han puesto de acuerdo en una cosa: el centro no existe y los animosos revolucionarios no violentos tampoco. Los cambios no se producen, dice la moderna politica, sin radicalidad.
Algo de lo que ya hemos vivido en Europa, en las sociedades con distancia de rentas agigantadas, en los mundos populistas, en las viejas culturas conservadoras y socialdemócratas hundidas en ideologías tan ruidosas como vacuas, aunque extraordinariamente peligrosas.
Conocemos bien la lógica del disparo. Sea etarra o islamista, de extremista de toda laya o profeta arrebatado., de escrache o de héroe fascista. El discurso del odio social se extiende, simplemente, porque los altavoces son, cada vez, más notables.
Te quito un periódico porque me odias, te mato porque eres mía, los jueces no nos importan porque somos nosotros, el pueblo, los que impartimos justicia.
La grandeza de la democracia es que a todos y todas debe espantarnos que Trump sea objeto de un disparo. Que Trump no opine lo mismo no debe importar, somos nosotros y no él los convocados a tejer la convivencia.
Orban, paladín del patriotismo populista, dijo hace una semana, produciendo algo de miedo que con Trump lo de Ucrania se acababa en dos minutos. Imaginemos cómo y entremos en pánico. Los inventores de los escraches amenazan a jugadores de fútbol porque se visten la camiseta de su país e, incluso, se atreven a meter goles. Este es el mundo con que nos toca lidiar.
Al mundo de la democracia le pasa como a Biden, que no sabe que decir, estupefacto ante las radicalidades, envejecidos por el deterioro de las viejas forma de la democracia.
Cualquier día, un disparo. Esa es la forma de hacer política que se vive en los múltiples extremos en los que vivimos. La gente del común decimos lo que, perdido en la melodía dice esa "Potra salvaje" tan de moda: "no quiero hierro ni sed de venganza".
La democracia solo está condenada a morir si, como decía la princesa de la Guerra de las Galaxias, nos conformamos a dedicar un estruendoso aplauso a quienes la maltratan. La violencia política no es un mal social, es el resultado de una inacabable colección de malas prácticas.
Cuando silbaba la bala que llegó a la oreja de Trump, cuando lo hizo la bala que acabó con el inconsciente terrorista, todos supimos lo que había: ausencia de memoria, de perdón y de política. Cuando el odio nos gobierna, solo hay un recurso: el disparo.